Por Eugenia Flores de Molinillo
Para LA GACETA - Tucumán
Instantánea de infancia: la fiebre potenciaba el calor de la siesta, y mi padre -un joven Casiano entonces- me leía sobre Don Quijote y los molinos de viento, "traduciendo" arcaísmos para facilitar mi comprensión.
Otra: en el invierno de mi primer grado inferior, en un libro de tapa dura, grande y delgado, regalo del entrañable tío Ñaño, leía sobre la vida de San Martín y marcaba con crucecitas mi progreso diario. Tuve mucha suerte. Desde siempre supe que los libros guardaban la magia de lo desconocido, el punto de contacto con experiencias y emociones ajenas que, ficcionales o no, a menudo reflejaban mis propias ansiedades, mis íntimos sueños. Ejercer la lectura es un legado inagotable que descubrí en la libertad de la biblioteca de casa y en mis pequeños estantes con cuentos de Editorial Tor, luego con la colección Robin Hood, la Codex y otras lecturas compartidas con primas y amigas, como después compartiría la ficción ya adulta con mi madre.
Claro, hablo de la Era A.T., Antes de la Televisión, niñera electrónica que ya va criando su segunda generación con ese bombardeo icónico cuya ausencia revela cierta pobreza de imaginación creadora y una alarmante dispersión de la atención, efecto reforzado más adelante por la hipnótica pantalla de la computadora. Adicto al zapping, aferrado al ratón, el escolar se fuga mentalmente de la explicación ardua, del trabajo intelectual prolongado. El cerebro solo, frente a una voz, sin auxilio visual, parece no bastar para la recepción cabal de la información. Celebro por ello el éxito de la saga de Harry Potter o la de los vampiros literarios al calcular las horas de concentración que la lectura de esos largos textos requiere. Sospecho, eso sí, que los jóvenes lectores que los degustaron ya habían abordado otros textos de ficción, gracias a maestros inquietos y a padres que saben que no sólo de sopa vive el niño.
Y hablando de padres: el mejor estímulo para inclinar a un niño a leer es ver a sus mayores leyendo. Las excusas para no hacerlo son infinitas: trabajo, vida social, gimnasia y compromisos diversos, no siempre ineludibles. Partamos de libros con ilustraciones atractivas para el pequeño que aún no lee y avancemos luego a los textos sencillos que lo familiaricen con las letras que pronto aprenderá, sin mezquinar unos minutos para leerle un cuento, una fábula, un poema que aún no puede descifrar por su cuenta, y llegaremos al mágico instante de la independencia lectora. Los libros, señor papá, señora mamá, no son material prescindible, lujo innecesario. Hay ediciones económicas de joyitas de la literatura, tanto universal como infanto-juvenil; hay escritores argentinos que sus hijos debieran conocer. Vean si hay una biblioteca en el club, en la parroquia, en las instituciones de cultura, en la propia escuela. Dialoguen con sus hijos sobre lo que están leyendo. Disfrutar de la lectura es un seguro vitalicio contra la soledad, es un afirmarse en una tradición que nos alimenta y nos compete transmitir, es un puente hacia la humanidad toda.
Salman Rushdie, el autor anglo-indio de Los versos satánicos, escribió Harún y el mar de las historias1, una bella novelita sobre un genial narrador callejero, en India, que pierde su don y, con su hijo, el Harún del título, viaja al Océano de las Historias para luchar contra Khattam-Shud y sus secuaces. Amantes del silencio y la oscuridad, ellos han obstruido el manantial submarino de donde fluyen los relatos que deleitan a los pueblos. Los villanos y los despistados preguntan: "¿Qué utilidad tienen unas historias que ni siquiera son verdad?". El relato responde tácitamente al mostrar no sólo los valores que conducen al triunfo -constancia, generosidad, optimismo-, sino el placer, el regocijo de la aventura, todo ello vertido en un lenguaje rico y bien calibrado.
La ciudad de Harún y su familia era tan triste que carecía de nombre. La imaginación triunfa y se llamará Kahani, palabra indi que significa historia, cuento, relato...
© LA GACETA
Eugenia Flores de Molinillo - Profesora de Literatura
Norteamericana de la Facultad de Filosofía y Letras
de la Universidad Nacional de Tucumán.
Nota:
1.- Publicado en 1990. Traducción española de F. Roldán, Editorial Seix Barral, Barcelona, 1991.